El café de Ethan estaba casi terminado cuando apoyó la taza sobre el platillo, con ese gesto medido que parecía venir de un hombre que rara vez hacía algo sin pensarlo dos veces.
Ella levantó una ceja.
La frase quedó flotando entre ellos. Era la clase de comentario que un oído inexperto tomaría como un detalle sin importancia, pero para ella era una señal: un círculo cerrado, un código no escrito. Personas que no salían en la prensa, pero decidían cosas que afectaban a todos.
—Suena… interesante —dijo, dejando que la palabra llevara tanto curiosidad como cautela.
Ethan sacó una tarjeta rígida, con bordes plateados y letras en relieve. La deslizó sobre la mesa como si le entregara algo más que un pase a una cena.
Allyson tomó la tarjeta y guardó mentalmente cada detalle: el relieve en las letras, el peso del papel, incluso el aroma leve a madera y tinta fresca. Cosas que un hombre como Voss no dejaba al azar.
La mansión Voss se alzaba sobre una colina al norte de la ciudad, dominando la vista del puerto como un vigía de piedra. Esa noche, el camino privado estaba iluminado por farolas antiguas que proyectaban sombras largas sobre los árboles desnudos. Al llegar, Allyson notó cómo la fachada de piedra reflejaba la luz cálida del interior, y cómo las ventanas altas parecían observarla de vuelta.
Ethan la recibió en el vestíbulo. Traje oscuro, corbata gris plata, el porte impecable de siempre.
Giró, y de entre los invitados apareció Lizzie Reynolds. Treinta y tantos, cabello castaño oscuro recogido en un moño bajo, vestido negro sin adornos. Su piel clara contrastaba con unos ojos verdes que parecían evaluarlo todo al instante. Sonrió con cortesía, pero en esa sonrisa había un filo que Allyson sintió de inmediato.
—Lizzie es mi asistente —explicó Ethan—. Es mi mano derecha en todos los proyectos de la fundación.
Allyson supo, por puro instinto, que no le caía bien. No era antipatía gratuita, sino una señal de alarma: algo en la calma controlada de Lizzie, en la forma en que la miraba sin bajar los párpados, transmitía que estaba acostumbrada a manejar información… y a decidir qué hacer con ella.
Lizzie la condujo al salón principal, donde un centenar de personas se movía entre mesas altas y copas de vino. Había políticos locales, empresarios, gente del puerto… y varios rostros que Allyson no reconocía, pero que se movían como si pertenecieran a un club al que nadie pedía entrar.
Mientras le presentaba a algunos «nombres seguros», Allyson sintió que Lizzie no solo la guiaba: la observaba. Evaluaba cada respuesta, cada gesto, cada pausa.
En un momento, Lizzie se inclinó lo suficiente como para hablarle al oído:
La frase, suave como un comentario casual, dejó un eco frío en la mente de Allyson. Supo que esa noche, aunque sonaran copas y música, estaba en territorio enemigo.