—¡Helmer! ¿Qué estás diciendo? —la voz de Azul tembló, como si aquellas palabras le hubieran atravesado el alma.
Helmer no se detuvo. Con decisión, tomó su mano entre las suyas, entrelazando los dedos con una ternura desesperada. Sus ojos, húmedos, se clavaron en los de ella.
—¡Te amo, Azul! Siempre te he amado. Desde el primer día. Nunca quise hacerte daño, solo… solo quería protegerte. Déjame estar a tu lado, déjame amarte como Hernán no supo hacerlo. Yo jamás te abandonaré.
Su confesión cayó como una tormenta. Azul se quedó sin palabras, paralizada. Sintió cómo su corazón palpitaba con violencia, pero no era amor… era culpa, desconcierto, dolor.
Helmer intentó acercarse más, pero ella dio un paso atrás. Lo empujó suavemente, como si su cercanía le quemara la piel.
—¡Aléjate, Helmer! —exclamó, con los ojos desbordados—. ¿Cómo puedes decirme esto? Yo… ¡Yo iba a ser tu cuñada! Te he visto siempre como un hermano, como un primo. ¡Éramos familia! No puedes… no puedes decirme estas cosas