Anahí tenía el rostro pálido, los ojos hinchados, pero aun así intentó mantener la compostura.
Cuando vio a Darina, una parte de ella quiso retroceder, ocultarse, fingir que todo estaba bien.
Pero ya no tenía fuerzas para fingir.
—¿Sucede algo? ¿Todo bien, Dara? —preguntó con un hilo de voz.
Darina asintió con suavidad, aunque no se movió de su sitio.
Había algo en el aire, algo roto, algo que dolía sin ser dicho. Entonces, sin rodeos, preguntó con delicadeza:
—¿Y tú estás bien? No quiero entrometerme, pero… ¿Él…? ¿Es el padre de tu hijo?
Anahí bajó la mirada.
Fue como si la pregunta abriera una compuerta sellada a presión. Su barbilla tembló.
Sus ojos, que habían luchado por mantenerse secos, se quebraron al instante, dejando caer lágrimas silenciosas.
—Es mi culpa —susurró, como si estuviera confesando un pecado imperdonable—. Yo… yo elegí este cruel destino. Pero no me arrepiento. Nunca me arrepiento. Porque no podría… no podría haberle negado la vida a mi Freddy. ¡No soy una amante