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Tan pronto como llegó la policía, Edilene fue arrestada. Su rostro se transformó en una máscara de desesperación: gritaba, lloraba, forcejeaba.—¡Yo no hice nada! ¡No he hecho nada malo! ¡Déjenme!Pero los agentes fueron tajantes.—Queda arrestada por intento de asesinato a un menor de edad —anunció uno de ellos mientras le colocaban las esposas.El murmullo de la multitud se extinguió de golpe. Un silencio denso cayó como una sábana húmeda sobre todos. Ahora no quedaban dudas. Edilene, esa mujer que había engañado a tantos, mostraba su verdadera cara.Algunas personas se acercaron a Anahí, con los ojos llenos de vergüenza, intentando balbucear disculpas. Pero ella no los escuchó. No podía. En ese momento, Alfonso era subido con urgencia a una camilla, su cuerpo ensangrentado, su rostro pálido. Todo lo demás se volvió ruido lejano.—¡Mi papi! —gritó Freddy, aferrado al brazo de su madre—. Se puso malito... Mami, no quiero que se vaya al cielo, aunque no me quiera... yo lo quiero...Las
Darina caminó hacia donde estaban sus hijos.Los observó en silencio durante unos segundos, sintiendo cómo su pecho se apretaba con ternura y tristeza al verlos jugar ajenos a lo que estaba a punto de ocurrir.—Niños, mamá, quiere hablar con ustedes —dijo en voz baja, intentando mantener la calma.Los pequeños se detuvieron y se acercaron con curiosidad, notando algo diferente en el rostro de su madre.—Mamá va a llevarlos a vivir a otra parte —dijo suavemente, arrodillándose para estar a su altura—. Vamos a vivir con su tía Anahí por un tiempo, ¿están de acuerdo?Hubo un breve silencio antes de que las caritas de los niños se iluminaran.—¡Sí! —gritaron al unísono.La más pequeña dio un saltito de alegría y dijo:—¡Sí quiero! Porque Freddy es de Rossyn, y yo lo quiero mucho, mucho.Darina no pudo evitar sonreír ante aquella inocente declaración, y una lágrima se asomó en sus ojos.—Bien —susurró—, entonces es hora de irnos.Mientras los niños seguían brincando y hablando entre ellos s
En el hospitalAlfonso abrió los ojos de golpe. Su pecho ardía, el dolor era punzante, como si un hierro candente lo atravesara… pero no le importó.Su mente, desesperada, solo podía pensar en dos nombres: Anahí y Freddy.—¡Anahí! —gritó, incorporándose de golpe.Su voz rasgó el silencio de la habitación como una alarma.Su madre, que estaba sentada en una esquina del cuarto, se levantó asustada.—¡Hijo, por favor, tranquilízate! —suplicó, acercándose con ojos llenos de preocupación.—¿Dónde están Anahí y mi hijo? —jadeó, con la respiración agitada—. ¡¿Dónde están?!La mujer vaciló. Bajó la mirada, incapaz de sostenerle la vista. Sus labios temblaron antes de abrirse para pronunciar una respuesta que dolía más que cualquier puñalada.—No lo sé… Cuando llegué, ella estaba afuera. Me pidió que esperara a que despertaras… pero cuando salí, ya no estaba. La he llamado, Alfonso. La he buscado. Nadie me ha sabido decir dónde hallarla.El mundo de Alfonso se desmoronó. De pronto el dolor físi
Cuando Hermes llegó al departamento, lo primero que sintió fue un nudo en el estómago.La puerta estaba abierta, y dentro, el silencio era apenas interrumpido por un sollozo entrecortado. Al dar unos pasos hacia la sala, lo vio.Alfonso estaba tirado en el suelo, con la espalda recargada contra el mueble, los ojos vidriosos, el rostro desencajado. Sujetaba una botella de whisky como si fuera su único salvavidas. Lloraba con la desesperación de un niño herido, como si su mundo entero se hubiese hecho pedazos en un solo día.Hermes sintió una mezcla de furia y compasión. Se acercó de una zancada, le arrebató la botella sin decir palabra y la lanzó con fuerza contra la pared. El vidrio estalló en mil pedazos.—¡¿Qué carajos crees que estás haciendo, Alfonso?! —gritó, con el pecho alzándose por la rabia.Alfonso alzó la mirada, enrojecida por el alcohol y el llanto.—Joder… déjame en paz, Hermes —murmuró con voz rota—. No ves que estoy acabado… La mujer que amo se fue… Anahí se fue. No me
Los gritos de la mujer desgarraban el aire, como cuchillos hechos de culpa. El eco de su sufrimiento retumbaba por todo el sótano oscuro donde Hermes la había encerrado, un lugar sin ventanas, sin escapatoria. Cada latigazo la sacudía, y, aun así, no alcanzaba a igualar ni una décima parte del dolor que él había sentido.Hermes no apartaba la mirada. Sus ojos eran dos abismos fríos, sin rastro de piedad.—¡Por favor, Hermes! ¡Escúchame! —gimió la mujer, jadeando entre sollozos—. Todo… todo lo hice por amor.Él alzó la mano y los guardias detuvieron el castigo. La mujer, ensangrentada y temblorosa, lo miró como si aún existiera una chispa de esperanza.—¿Amor? —repitió él con una sonrisa torcida—. ¿Y así es como amas? ¿Destruyendo vidas? ¿Asesinando a Rosa, mi hermana? ¿Culpando a Darina? ¿Obligándola a huir con sus hijos como si fuera una criminal?Ella intentó acercarse arrastrándose.—¡Yo solo quería que volvieras a mí! ¡No podía verte con otra!—Tú no sabes amar —dijo Hermes con voz
Al día siguiente.Hermes y Alfonso abordaron el tren que los llevaría a aquella ciudad. El viaje fue silencioso, pesado. Cada kilómetro que recorrían no solo los acercaba a sus hijos, sino también a las mujeres que, en algún momento, juraron amar. Pero lo que debía ser un reencuentro lleno de emoción se sentía como una sentencia: ambos estaban aterrados… aterrados del rechazo.Anahí fue la primera en conseguir una entrevista laboral. Su currículum hablaba por ella: años de experiencia, recomendaciones impecables, una fuerza interna que no se veía, pero se sentía.Darina, por otro lado, decidió quedarse con los niños. Sabía que ellos necesitaban estabilidad, aunque fuera en un parque, aunque fuera por un par de horas. Necesitaban reír. Necesitaban aire.—¿Podemos llevar un cartel, mami? —preguntó Freddy con los ojos encendidos de esperanza.Darina asintió, sin pensar demasiado. El cartel decía, en letras torcidas y desiguales:«Compro papito por un millón». Freddy no había podido escri
Anahí llegó al hotel con el corazón en un puño. Apenas mencionó el nombre de Alfonso, una recepcionista con expresión nerviosa le indicó hacia dónde debía ir. La guiaron a través de un pasillo alfombrado, silencioso, hasta un salón privado.La puerta se abrió con un chirrido suave. Anahí dio un paso y se quedó inmóvil.El lugar estaba lleno de juegos. Había colchonetas de colores, toboganes inflables, una alberca de pelotas gigantes, hasta una mini pista de carritos eléctricos. Era como un pequeño paraíso para niños… y ahí estaban ellos.Su hijo, Freddy, y Alfonso, revolcándose entre las pelotas de colores, riendo como si el mundo jamás los hubiera herido.—¡Papito, nada más rápido! —gritaba Freddy entre carcajadas—. ¡Te voy a ganar!La risa de su hijo era tan limpia, tan luminosa, que a Anahí se le encogió el alma. Casi sonrió. Casi.Era la primera vez en mucho tiempo que veía esa alegría pura en su pequeño.Esa risa que ya no recordaba. Pero por muy hermosa que fuera la escena, el do
Darina recibió el mensaje de Anahí:“Todo está bien.”Suspiró. Ese mensaje breve fue como un bálsamo invisible que calmó su pecho.Había estado al borde de un ataque de nervios desde hace horas, temiendo que algo malo pasara con Anahí y Freddy, pero esas pocas palabras la sostuvieron por dentro.Estaba en la mesa con los niños. Comían arroz con pollo, y aunque la comida era sencilla, los pequeños reían entre bocados, peleando por el trozo más grande de pechuga.Entonces, sonó la puerta.El sonido fue seco, como un trueno contenido en madera.Darina se tensó. Su cuerpo reaccionó primero que su mente. Se levantó despacio, sus pasos pesaban. Abrió la puerta con un nudo en la garganta… y ahí estaba él.Hermes.Con un ramo de rosas rojas en una mano y bolsas de regalo en la otra.Se veía diferente, menos arrogante, más humano.—Hola —dijo, su voz rasgando el silencio entre ellos.Los niños ni siquiera dudaron.—¡Papito! —gritaron los tres al mismo tiempo, como si una vida entera no los hubi