Cuando bajaron del auto, un sol tenue bañaba las veredas del zoológico.
Darina entrecerró los ojos al ver el lugar; no recordaba la última vez que había estado en uno.
Un guardia apareció con tres triciclos coloridos, y los niños soltaron un grito de alegría tan espontáneo que Darina sintió que algo dentro de su pecho se ablandaba.
Los pequeños corrieron hacia los carritos, subieron entusiasmados, pedaleando con torpeza mientras sus risas llenaban el aire como campanas felices.
Hermes y Darina los empujaban suavemente, uno a cada lado, como una familia que siempre hubiera estado unida.
—No tenías que comprarles todo esto —murmuró Darina, apenas audible entre el bullicio infantil.
Hermes sonrió sin dejar de mirar a los niños.
—Son mis hijos —dijo con suavidad y orgullo—. Si pudiera, les compraría el mundo entero.
—Los vas a malcriar —sentenció ella, con ese tono que intentaba ser severo, pero en el fondo sabía que también hablaba desde el miedo de que los niños se hicieran ilusiones… o