Sus labios se rozaban con desesperación contenida, como si el pasado pudiera curarse con un beso. Se buscaban con urgencia, con hambre… pero justo cuando parecía que el deseo iba a consumirlos por completo, un sonido los detuvo en seco.
Un llanto.
Ambos se quedaron congelados.
Hermes cerró los ojos, respirando hondo. Su corazón palpitaba desbocado, no solo por la pasión, sino por la conciencia de su responsabilidad.
Se incorporó con un suspiro y caminó hacia la habitación de los niños, donde Helmer lloraba agitado.
—Papito... —sollozó el niño mientras Hermes lo cargaba con ternura—. Soñé que mami se iba... No quiero que mami se vaya nunca.
Hermes sintió un nudo en el pecho. Lo apretó contra su pecho con fuerza, como si con ese abrazo pudiera protegerlo del mundo.
—Shh... mami no se va, mi amor —susurró, acariciándole el cabello—. Papi está aquí, y va a cuidarla. Vamos a estar juntos. Siempre.
El pequeño se fue calmando poco a poco, su respiración se hizo lenta y sus ojitos se cerraron