Edilene apretó los puños con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en la piel.
El rencor ardía en su pecho, el orgullo herido la cegaba. Sacó el celular y marcó.
Su voz fue una orden helada:
—¡Ahora!
En cuestión de segundos, los guardias de seguridad irrumpieron en la oficina.
Anahí apenas pudo reaccionar.
—¡Saquen a esta mujer de mi vista! —gritó Edilene, con el rostro deformado por la rabia— ¡No la quiero un segundo más en la empresa Morgan!
Los guardias dudaron. Se miraron entre ellos, incómodos, como si la orden fuera demasiado.
—¿Qué esperan? —vociferó Edilene— ¡Si no obedecen, les juro que Alfonso los despedirá a todos!
La amenaza hizo efecto.
Los hombres, con pesar en los ojos, se acercaron a Anahí.
Ella retrocedió, incrédula.
—¡No! ¡Esto es una locura! —gritó, resistiéndose— ¡No he hecho nada!
Pero no le sirvió de nada.
La sujetaron por los brazos.
Edilene los siguió con paso triunfal, como si acabara de ganar una guerra.
Al llegar a la sala común, donde todos los empleados e