El miedo le recorría el cuerpo como veneno caliente.
Darina forcejeaba con furia ciega, sus muñecas atadas ardían por la fricción, y su garganta era un eco reseco de tantos gritos… pero aun así, seguía intentándolo.
—¡Suéltame! ¡Auxilio! ¡Por favor…!
Pateaba el aire, se retorcía, lanzaba su cuerpo hacia atrás como un animal herido.
Pero el hombre que la sujetaba no cedía. Sus manos eran grilletes de hierro, insensibles a su desesperación.
—No luches, Darina —escupió con desprecio—. ¡Estás acabada! ¡Este es tu castigo!
Un sollozo le desgarró el pecho.
El terror le nublaba la vista, le punzaba las sienes como cuchillos invisibles.
¿Por qué me está pasando esto? ¿Por qué nadie me escucha?
Entonces, un alarido rompió el aire como cristal hecho trizas.
—¡Señora! —gritó el chofer— ¡Nos están siguiendo!
Alondra se giró con brusquedad hacia la ventana trasera.
Y al ver las luces acercándose, la sangre se le heló.
—¡Acelera! —rugió, con la voz temblando—. ¡No dejes que nos alcancen! ¡Piérdelos,