Hermes llegó a la mansión.
Sus pasos resonaron en el mármol con una mezcla de urgencia y desdén.
Llevaba una maleta en mano, el corazón lleno de determinación y la mente anclada en otra mujer.
Pero al entrar en su habitación, se detuvo en seco.
—¿Qué demonios…?
Alondra estaba ahí. Apenas cubierta por una bata de seda que dejaba poco a la imaginación, con el cabello suelto y los labios maquillados como si esperara una cita romántica.
—Hermes… —susurró con voz melosa, dando un paso hacia él.
Él frunció el ceño, incapaz de creer lo que veía.
—¿Qué haces aquí? —gruñó—. ¿Acaso no fui claro cuando te dije que no quería volver a verte en esta casa?
Lorna se detuvo, pero no retrocedió. Sus ojos se llenaron de lágrimas, aunque no eran del todo honestas.
Jamás lo había visto así, con tanto desprecio en la mirada.
Lo conocía frío, sí… pero nunca tan ajeno, desde su traición descubierta nunca pudo recuperarlo y eso la ahogaba de rabia.
—Escúchame, por favor… —susurró mientras se acercaba más y col