La casa de campo estaba silenciosa, envuelta en una quietud que parecía fingida.
Los árboles altos mecían sus hojas con una brisa suave, como si supieran que, dentro de esas paredes, dos mujeres intentaban no quebrarse del todo.
Anahí observaba por la ventana con el ceño fruncido, como si esperara ver algo que pudiera darles respuestas, mientras Darina se abrazaba a sí misma, sentada en el borde de una cama improvisada.
Tenía los ojos vidriosos, rojos de tanto llorar, y las manos temblorosas. No lograba dejar de temer.
—Te juro que soy inocente —dijo finalmente, con la voz desgarrada, como si confesara algo que le doliera en los huesos.
Anahí se giró hacia ella y le tomó las manos con firmeza.
—Darina, te creo. Te juro que te creo. Pero debes calmarte… tienes que hacerlo por tus hijos. Todo lo que importa ahora es que Hermes viva… él es el único que puede ayudarte, el único que sabe la verdad completa. Él vendrá por ti. Él va a salvarte.
Darina tragó saliva. Quería creer. Lo necesitaba