Subieron al coche en silencio, pero la tensión era palpable.
Enzo se acomodó al volante, y mientras conducía, sentía cómo el miedo le atravesaba cada músculo, cada pensamiento.
Miraba de reojo el rostro de la pequeña Ziara, que jugaba distraídamente en el asiento trasero, sin percibir la gravedad de la situación, y se preguntaba qué clase de persona era para hacer lo que estaba haciendo.
Sus manos temblaban ligeramente sobre el volante.
“¿Qué estoy haciendo? ¿Qué clase de hombre soy?”
Se repetía una y otra vez, mientras su conciencia le atacaba con preguntas sin respuesta.
Luego, intentó convencerse de que solo hablarían, de que no habría más daño que unas palabras y quizá un regaño.
Eso era todo, se dijo. Solo hablarían. Sin embargo, la sensación de haber cruzado una línea lo oprimía en el pecho.
Llegaron finalmente al parque de Abetos, un lugar tranquilo y silencioso en la periferia de la ciudad, rodeado de árboles altos y frondosos que parecían guardar secretos antiguos. Bajaron del