Jeremías llegó hasta aquel departamento, su corazón latiendo con fuerza mientras subía las escaleras.
La preocupación lo había llevado allí, un impulso incontrolable que lo empujaba a actuar.
Allí estaba ella, Tarah, y en ese instante, la rabia ardía en su corazón como un fuego inextinguible.
¡Era Tarah, a punto de escapar por una ventana!
Su figura delgada se asomaba peligrosamente, casi al borde de caer.
Sin pensarlo, corrió hacia ella, sintiendo cómo el tiempo se ralentizaba en su mente.
—¡Tarah! —gritó, su voz resonando en la habitación.
En un instante, Tarah perdió el equilibrio y cayó en sus brazos.
Fue un milagro que no golpeara el suelo; Jeremías la sostuvo con fuerza, su corazón latiendo desbocado.
Ella tenía los ojos cerrados, pero al abrirlos, se encontró con su mirada, y en ese momento, el mundo a su alrededor pareció desvanecerse.
—¡¿Tú?! —exclamó Tarah, sorprendida y asustada.
—Tarah… —respondió él, su voz temblando, pálido como la nieve.
La imagen de ella, tan vulnerable