Al llegar al hotel Monterrosa, la pareja fue conducida a una de las suites más exclusivas.
El lugar imponía con su elegancia: pisos de mármol pulido, lámparas de cristal que arrojaban destellos dorados y un aroma a jazmín mezclado con madera fina que parecía envolverlo todo.
En el centro de la habitación, una imponente cama King size con sábanas blancas y suaves se alzaba como un trono destinado a dos cuerpos condenados a encontrarse, aunque uno de ellos aún lo dudaba.
Orla, apenas cruzó la puerta, sintió un nudo incómodo en la garganta. Su respiración se agitó levemente.
La idea de compartir esa cama tan íntima con Félix le removía algo dentro, una mezcla de inseguridad y nerviosismo.
Caminó hasta el armario y dejó su maleta junto a la de él, tratando de concentrarse en el acto simple de colocar sus cosas en orden para no pensar en lo evidente: esa suite estaba diseñada para parejas, para la cercanía, para borrar la distancia.
—Orla —dijo Félix con una sonrisa tranquila, acercándose