Al principio, el silencio en la habitación era denso, cargado de una electricidad invisible que parecía envolverlos a los dos.
Félix se acercó despacio, como un depredador que acecha a su presa, aunque lo que sentía en el fondo era lo opuesto: no quería destruirla, quería que ella le perteneciera, quería fundirse en su piel, borrar cualquier duda de su corazón.
Sus manos se deslizaron lentamente hasta llegar a la espalda de Orla.
Su piel nívea, tersa como porcelana, lo recibió como si hubiera sido creada para él. Tan delicada, tan vulnerable, tan irreal que casi le temblaron las manos al tocarla.
Ella dio un pequeño sobresalto y rio suavemente.
—¡Ay, masajista, estás muy frío! ¿Puedes calentar tus manos? —susurró con los ojos aún cerrados, creyendo todavía que se trataba de otra persona.
Félix contuvo la respiración, el corazón martillándole en el pecho.
Entonces tomó la botella de aceite de romero y rosas.
El aroma lo envolvió de inmediato, una fragancia que despertaba recuerdos de n