Orla empujó al hombre con todas las fuerzas que le quedaban, jadeando como si el aire se le escapara de los pulmones.
Sus ojos estaban rojos de rabia y lágrimas, su cuerpo temblaba entre el miedo y el coraje.
Félix, lejos de enojarse de inmediato, soltó una risa amarga, una carcajada cargada de incredulidad.
Sus palabras habían golpeado en lo más profundo de su orgullo masculino. Nadie, absolutamente ninguna mujer, había tenido jamás el atrevimiento de hablarle de esa forma.
Había recibido halagos, sonrisas complacientes, súplicas disfrazadas de afecto.
Pero aquella chiquilla, con sus ojos en llamas y su voz temblorosa, se había atrevido a rasgar su ego. Por un instante, la humillación lo atravesó como un cuchillo.
Sin embargo, se convenció rápidamente de que no podía ser real.
No, se repetía. Ninguna mujer podía ser resistirse a él, ni despreciarlo, se convenció.
Y, aun así, había algo en esa rebelde que le resultaba intolerablemente desafiante. Tenía agallas. Unas agallas dispuestas