La sirena de la ambulancia rompió la noche con un lamento metálico que helaba la sangre.
El resplandor de las luces rojas y azules teñía las paredes y los rostros de quienes observaban con el alma en un hilo.
Félix cargaba en brazos a Fedora, frágil, temblorosa, con la voz entrecortada. Sus palabras eran cuchillos lanzados en medio de la confusión.
—¡Fue mi culpa! —sollozaba, aferrándose a la camisa de él, como si su vida dependiera de ello—. No debí decirle que esperaba un bebé tuyo. Se volvió loca… ¡Me golpeó!
El dolor en su rostro era tan real que conmovía a cualquiera.
Los paramédicos extendieron la camilla, pero la tensión que flotaba en el aire no venía de la herida en su frente ni de los moretones que apenas se adivinaban bajo la luz.
Venía de la verdad —o de la mentira— que acababa de desatarse.
Orla, con el rostro desencajado, dio un paso al frente. Sus ojos, inundados de lágrimas, buscaban a Félix, clamando por fe, por amor, por justicia.
—¡Ella miente! —gritó con la voz queb