La gente estaba sorprendida, como si el tiempo se hubiera detenido en aquel salón cargado de murmullos y respiraciones contenidas.
Todos habían escuchado las palabras de Sienna, pero fue en el rostro de Gustavo donde el espectáculo se volvió casi insoportable.
Sus facciones pasaron por todas las etapas posibles: primero una mueca de sorpresa e incredulidad, los labios entreabiertos como si aún buscara negar lo evidente.
Luego, el color se le esfumó del rostro, quedando pálido como un muerto, dudando de si lo que había escuchado era real o tan solo una pesadilla.
Después, el peso de la tristeza le hundió los hombros, como si toda su arrogancia hubiera sido despojada de un golpe. Y
finalmente, la furia lo consumió, encendiendo sus ojos con un brillo amenazante.
Sienna, sin darle tiempo a reaccionar, dio media vuelta con la intención de marcharse, pero él, desesperado, extendió la mano y sujetó su brazo con fuerza.
—¡No me puedes dejar así! —gritó con una voz rota, mezcla de súplica y r