Las palabras quedaron suspendidas en el aire, como una bomba a punto de explotar.
La asistente lo miró con los ojos abiertos de par en par, incrédula, con el corazón latiendo a toda velocidad.
No sabía si debía creer en aquel hombre o rechazar su veneno, pero la duda ya se había instalado como un virus silencioso.
Marcus, con la paciencia de un depredador, sonrió satisfecho. La semilla de la desconfianza estaba plantada, y sabía que germinaría tarde o temprano.
—¡Eso es… horrible! —dijo la asistente, llevándose la mano al pecho, temblorosa—. Pero la señora Orla es tan fuerte… no puedo imaginarla viviendo algo así.
Él ladeó la cabeza, con una mueca de falsa compasión.
—Bueno, es un matrimonio de ricos. Todos creen que tener dinero es garantía de felicidad, pero no hay nada más falso. A veces, los que más sonríen en público son los que más sufren en la intimidad.
La mujer bajó la mirada, asintiendo lentamente.
—Es cierto… es tan triste pensarlo.
Marcus no perdió el momento. Dio un paso