Apenas cruzó el umbral de la mansión, Sienna no dudó ni un segundo.
Su respiración era agitada, los pasos firmes, como si cada pisada fuera un golpe directo contra el suelo.
No escuchó el murmullo de las voces, no sintió el aroma del café recién hecho ni el calor del lugar.
Todo lo que existía en ese momento era el fuego que le ardía por dentro, la rabia contra Tessa que había cruzado un límite imperdonable.
Se dirigió a la cocina sin saludar, sin pedir permiso, ignorando las miradas sorprendidas de las empleadas.
El eco de sus tacones resonó con fuerza en el mármol, marcando el ritmo de su furia.
Una de las mujeres, la más joven, frunció el ceño y dio un paso hacia ella, pero retrocedió al ver el brillo de sus ojos.
—¿Señora Dalton? —atinó a decir con cautela, como si temiera que cualquier palabra encendiera aún más la tormenta que veía venir.
Sienna no respondió.
Abrió de golpe el cajón de cubiertos, el metal chocó con un sonido frío y metálico.
Sin pensarlo, sus dedos se cerraron a