Sienna llegó a la casa con el corazón encogido.
Había pasado toda la mañana ayudando a Orla y Oriana, asegurándose de que estuvieran cómodas, cuidándolas, aunque contaban con la presencia de una enfermera.
Aun así, Sienna no podía evitar preocuparse por ellas. La fragilidad de ambas le hacía sentir la responsabilidad de protegerlas como si fueran su propia familia.
—Orla, creo que debes ver a un especialista —dijo Sienna con suavidad, intentando no sonar autoritaria, sino protectora.
Orla titubeó. Sus manos se entrelazaron nerviosamente, y negó con un leve movimiento de cabeza.
—No quiero… estoy bien —murmuró, su voz temblorosa, como si cada palabra le costara un mundo.
Sienna se acercó, la tomó de los hombros y la miró con firmeza y cariño.
—No estás bien —dijo con voz tranquila pero firme—. Yo sé que estás herida, y no pasa nada en reconocerlo. No tienes que hacerlo sola.
Ambas se fundieron en un largo abrazo, un abrazo lleno de protección, de comprensión y de silencios que decían má