Mi escritorio se ha convertido en un campo de batalla. Los papeles están esparcidos sin orden, los post-its amarillos parecen banderas de rendición clavadas entre informes y carpetas. Mis dedos tamborilean sobre el teclado sin escribir nada, solo un documento en blanco parpadeando como un recordatorio de lo poco que he avanzado desde la charla con Miranda.
Cada vez que cierro los ojos, veo la sonrisa compasiva de Miranda, sus uñas perfectamente manicuradas golpeando ligeramente la foto de su familia perfecta. "Hombre casado", había dicho, como si esas dos palabras no pesaran más que todas las demás juntas.
Y lo peor—lo verdaderamente indignante—es que Jesús ni siquiera tiene que preocuparse por esto. Él es el jefe. El hombre. El que puede pasearse por la oficina con su anillo de matrimonio brillando al mismo tiempo que su mirada me recorre cuando cree que no lo veo.
—Camila.
Su voz me saca del trance.
—Mi oficina. Ahora.
No es una solicitud.
(...)
El aire en su despacho e