El restaurante está casi vacíoa esta hora, lo cual está bien, prefiero el silencio que recorre sus paredes. La luz de las lámparas de hierro forjado dibuja círculos dorados sobre el mantel, iluminando la sonrisa de Diego, esa misma que me robó el corazón en la adolescencia y que ahora, no tiene ningún efecto más que tranquilizarme el alma.
—¿Recuerdas nuestra última noche en Puebla? —pregunta mientras juega con el tenedor, sus dedos largos acariciando el metal como si fuera un instrumento musical.
El vino blanco se me atraganta. Claro que lo recuerdo. El tequila barato, su mano en mi cintura guiándome hacia su departamento, la urgencia torpe de dos cuerpos que se buscan por nostalgia más que por pasión. Nada que ver con el fuego que Jesús enciende en mí con solo una mirada.
—Fue... un momento —respondo, trazando círculos en la copa con mi dedo índice.
Diego se inclina sobre la mesa, reduciendo la distancia entre nosotros. Sus ojos color miel captan la luz de las velas, brillando