El rugido del motor aún resonaba en los oídos de Marcos cuando apagó el auto frente al bar más exclusivo de la ciudad. Era uno de esos lugares donde la música se mantenía baja, donde los ejecutivos se refugiaban después de largas jornadas, no para socializar, sino para ahogar pensamientos que no se podían discutir en una sala de reuniones. Marcos entró sin mirar a nadie, con el ceño fruncido, los hombros tensos, el corazón acelerado por la rabia que aún hervía en su pecho.
Se sentó en la barra y pidió lo más fuerte que tuvieran, sin molestarse en revisar la carta. El barman, acostumbrado a clientes como él, simplemente asintió con respeto y le sirvió un vaso de whisky puro. El líquido ámbar brillaba bajo la tenue luz, como si supiera que tenía una tarea importante: silenciar una mente en llamas.
—Que sea doble —murmuró Marcos sin levantar la vista, con la mandíbula apretada.
El primer trago bajó como fuego por su garganta, y aún así no parpadeó. No era nuevo en esas batallas internas,