El reloj marcaba las 7:43 p. m. La mayoría de los empleados ya se habían marchado. Solo quedaban luces encendidas en los despachos clave del piso ejecutivo, y el sonido lejano de una aspiradora industrial rompiendo el silencio del corredor.
Marcos D’Alessio seguía allí, sentado detrás de su escritorio, con la espalda ligeramente encorvada y los codos apoyados sobre la superficie de roble oscuro. El nudo de su corbata estaba flojo, su chaqueta colgaba del respaldo de la silla, y las mangas de su camisa blanca estaban arremangadas hasta los antebrazos.
No había abierto ningún documento en más de una hora.
Tenía la vista perdida en un punto indeterminado del ventanal que daba hacia la ciudad, donde la noche ya se había asentado por completo, dejando apenas parpadeos de luces lejanas que no lograban aliviar la opacidad de sus pensamientos.
Había esperado su regreso con más ansias de las que estaba dispuesto a admitir. Día tras día, había estado pendiente de la recepción, de los informes q