El sol ya había trepado alto cuando Isabella atravesó la verja de la mansión. Había caminado las últimas cuadras con pasos lentos, arrastrando pensamientos y sensaciones que aún no lograba poner en orden. Llevaba el cabello suelto, un poco desordenado por el viento, y la bata de algodón doblada dentro de su bolso. Sus ojos, aunque cansados, brillaban con una intensidad nueva.
En cuanto cruzó la puerta principal, una vocecita corrió hacia ella con los brazos abiertos.
—¡Isa! —gritó Sofía, abrazándola con fuerza por la cintura—. ¡Volviste!
Isabella se agachó de inmediato y la envolvió en sus brazos, cerrando los ojos con una sonrisa temblorosa. El olor del cabello de su hermana, su calor, su alegría, le dieron la certeza de que estaba de nuevo en casa. De que todo lo demás podía esperar.
—Claro que volví, mi cielo —susurró—. Siempre lo haré.
Desde la cocina, Martha asomó la cabeza, secándose las manos en el delantal con gesto maternal.
—Pasó buena noche —dijo, sonriendo—. Durmió tranqui