El reloj marcaba las 6:17 p. m. cuando el celular de Isabella volvió a sonar. Ella lo miró con fastidio. El nombre en la pantalla era claro: Marcos D’Alessio. Dudó. Cerró los ojos un segundo. Y, con el corazón encogido de rabia y algo más que no quería nombrar, contestó.
—¿Qué necesita, señor D’Alessio? —fue su saludo, seco, cortante como una hoja afilada.
Del otro lado, el silencio fue breve, pero espeso.
—Solo quería explicarte por qué no estaba esta mañana —dijo al fin Marcos, su voz ligeramente rasposa, como si también le costara hablar—. Tenía una reunión importante. La había pospuesto varias veces por ti… pero esta vez no podía seguir haciéndolo. No quise despertarte.
Isabella cerró los ojos con fuerza. Aquella explicación, en cualquier otro contexto, podría haberla ablandado. Pero no ahora. No después de cómo amaneció sola, envuelta en la incertidumbre, con el cuerpo aún cálido de lo que había ocurrido y el corazón frío por lo que no ocurrió después.
—No tiene que justificar na