La bodega abandonada seguía oliendo a óxido, humedad y abandono. La luz tenue apenas alcanzaba a iluminar los rostros tensos de Fernando, Marcos y Camilo. Antonio seguía amarrado a la silla con la misma sábana con la que lo habían sujetado en el hospital. Tenía la boca parcialmente libre, solo para poder hablar, pero cada palabra que decía le temblaba en los labios por el miedo.
El médico todavía sollozaba, con la cara hinchada por los golpes y la piel marcada por cortes superficiales que le habían hecho para quebrarlo emocionalmente. Sin embargo, ya lo había dicho todo. Se había rendido. Había confesado sin reservas la orden directa de su tío, Jairo Valera, y cómo ese día había sacrificado la vida de Adrián para obedecer a un hombre que controlaba su vida como si fuera una marioneta.
Era suficiente para condenarlo.
Era suficiente para destruirlo.
Y aun así, los tres amigos seguían ahí, respirando agitados, mirando al asesino que por años se escondió detrás de un título impecable y un