La sala quedó tan quieta que hasta el zumbido del aire acondicionado parecía retumbar en las paredes.
El médico seguía sin hablar, con la mirada fija en el bisturí como si fuera una serpiente a punto de atacar.
Fernando y Marcos lo observaban en un silencio frío.
Y entonces Camilo, que hasta ese momento se había mantenido apoyado en la pared, se enderezó con una sonrisa torcida.
—¿Sabes algo, Marcos? —dijo mientras se sacudía las mangas—.
Tú eres demasiado flexible.
Si fuera yo el que tuviera ese bisturí… este señor ya estaría cantando hasta el nombre de su maestra de primaria.
Marcos lo miró de reojo.
—¿Ah, sí? —preguntó con una calma peligrosa.
Camilo alzó una ceja, como desafiándolo.
Marcos no dudó.
Tomó el bisturí de la mesa, lo giró entre sus dedos… y se lo extendió.
—Aquí tienes.
A ver si contigo se anima a hablar.
La sangre desapareció del rostro de Antonio José.
Camilo tomó el bisturí con una elegancia inquietante, como quien recibe un trofeo.
—Ahora sí… —musitó con una sonris