La madrugada avanzaba con una lentitud exasperante. El reloj digital marcaba las 3:47 a. m., y la tormenta seguía siendo un monstruo insistente afuera, empapando las calles, azotando los cristales, hurgando con su aliento gélido cada rincón del hostal.
Dentro de la habitación apenas iluminada, los cuerpos compartían cama, pero no intimidad. Al menos no aún.
Isabella permanecía de espaldas, la respiración acompasada, el cabello extendido sobre la almohada como una sombra suave. No dormía. Fingía hacerlo. Se concentraba en mantener su cuerpo quieto, en ignorar el calor que lentamente crecía en el colchón por la presencia del hombre que yacía tras ella.
Marcos, en cambio, se había rendido al frío. La bata de algodón apenas ayudaba. Sus pies estaban helados, sus hombros entumecidos. Y su cuerpo... su cuerpo pedía algo que le avergonzaba aceptar: abrigo humano.
La tensión en sus músculos era evidente. Por más que se girara, por más que se obligara a no moverse, el frío ganaba.
Entonces ocu