El reloj marcaba las once de la mañana cuando Isabella entró con paso firme al despacho del señor D’Alessio. Llevaba en sus manos una carpeta de informes que había revisado durante toda la noche, intentando distraerse de los pensamientos que la atormentaban. Desde que había recibido el mensaje de Charlotte, su corazón había estado latiendo con una mezcla de nerviosismo y deseo.
La puerta se cerró con un leve clic, y el silencio del despacho se volvió denso, casi sofocante. Marcos estaba de pie junto al ventanal, con las manos en los bolsillos del pantalón y la mirada perdida en el horizonte. Su porte, imponente como siempre, reflejaba control, pero Isabella alcanzó a notar el cansancio en sus ojos, la tensión en su mandíbula, la respiración contenida que delataba que algo lo estaba consumiendo por dentro.
—Buenos días, señor D’Alessio —dijo ella con su tono profesional de siempre, colocando los documentos sobre el escritorio.
Marcos no respondió. Giró lentamente hacia ella, y en cuant