En la mente de Fernando, las imágenes se desplegaban con la nitidez de una película que jamás había querido volver a ver. Isabella, en silencio, lo observaba de reojo desde el asiento del copiloto, mientras él se hundía más y más en el recuerdo.
Aquellos años estaban teñidos de ilusiones.
Marcos, Adrián y él no solo eran amigos: eran un proyecto en construcción. Tenían la certeza —propia de la juventud— de que nada los derrumbaría, de que juntos podían conquistar el mundo.
—Un día vamos a tener nuestra propia empresa —decía Marcos con ese tono serio que lo caracterizaba, mientras extendía planos improvisados en las libretas de clase—. Yo me encargo de la administración, Fernando hace las ideas locas realidad y Adrián… Adrián mantiene la calma cuando queramos matarnos.
Fernando solía reírse de aquella imagen, pero en el fondo lo creía. Su cabeza estaba llena de proyectos: diseños, propuestas de tecnología, viajes, alianzas imposibles que Marcos siempre corregía con números y presupuest