La puerta se abrió despacio.
No hubo palabras. Ni necesidad de ellas.
Solo el leve rechinar de la bisagra y el sonido sutil del aire cuando Isabella cruzó el umbral… y el mundo de Marcos D’Alessio dejó de girar por un segundo.
El rojo.
Ese rojo.
El encaje ajustado, suave, pecaminosamente delicado, cayendo sobre sus curvas con la exactitud de una caricia invisible. Los tirantes finos dejaban ver sus hombros tersos, el escote profundo contrastaba con la naturalidad con la que caminaba, sin necesidad de posar. La tela semitransparente jugaba entre el misterio y la audacia, cubriendo lo suficiente para mantener la cordura, pero dejando escapar la imaginación sin control.
Marcos no respiró.
No pudo.
Porque la mujer que había salido de esa habitación no era solo Isabella Romano, su asistente, la hermana protectora, la mujer sensata de siempre.
No.
Era la declaración viviente del deseo más profundo que jamás había sentido.
Ella avanzó lentamente, con los pies descalzos sobre la alfombra, la