El proyector repetía una y otra vez las imágenes de Alejandro con Lucía, y cada duda de él contra Valeria le atravesaba el corazón como un cuchillo.
De pronto, apareció un nuevo video: Alejandro cocinando para Lucía. Su rostro había cambiado; ya no quedaba rastro de dureza, solo sonrisas.
La miraba con los mismos ojos llenos de amor con los que, alguna vez, había mirado a Valeria.
—Valeria, ¿cuándo podré llamarte esposa?
—Valeria, mi amor, te adoro, acepta mi propuesta de matrimonio.
—Alejandro amará a Valeria toda la vida, quien se atreva a lastimarla, me tendrá enfrente.
—Amor, cocino muy bien. Desde ahora, tus tres comidas diarias estarán a mi cargo. En este mundo, solo tú tienes derecho a comer lo que yo preparo. ¡Ni siquiera mis padres!
—Amor, Lucía te salvó la vida, también salvó la mía. Al fin y al cabo, es huérfana. Cuidémosla.
—Lo mío por Lucía también es real. Ella solo quiere un matrimonio estable, y yo puedo dárselo.
***
Las palabras resonaban en sus oídos como agujas: promesas, declaraciones, juramentos y engaños.
El hombre que en su memoria la amaba tanto se desvanecía poco a poco, separándose del Alejandro que aparecía en la pantalla, hasta arrancarse definitivamente de su corazón.
La noche cayó por completo. Valeria se desplomó en el suelo, indefensa, dejando que la oscuridad y el frío la devoraran.
Cuando recobró el sentido, se arrastró apenas. La sangre seca bajo su cuerpo formó un rastro rojo con cada movimiento.
Su vientre ya no tenía sensibilidad. Se obligó a levantarse y caminó tambaleante hacia afuera.
El sol la alcanzó con un rayo cálido, pero no logró penetrar en su cuerpo helado. Finalmente, se desmayó al borde del camino y alguien la llevó al hospital.
—Señorita Rosales, su abdomen sufrió un golpe muy grave, el útero está desgarrado, necesitamos operar para extraer los restos —explicó el médico.
Valeria escuchó sin alterarse. Después de haber perdido a su bebé, ya había aceptado la idea de no volver a ser madre.
Está bien así... Al menos sigue viva para dejar a Alejandro atrás.
Al despertar de la cirugía, unos hombres la redujeron con un saco en la cabeza y la llevaron a la fuerza ante Alejandro.
—Lucía, aquí está, después de darle una lección, no vuelvas a estar triste —dijo él, con una mirada que se suavizó en cuanto giró hacia Lucía.
Ella sonrió complacida, besó a Alejandro en la mejilla y parpadeó coqueta:
—¿Puedo hacer lo que quiera?
—Sí, como quieras, estoy aquí para ti —respondió él, como si incluso una vida perdida fuera un precio aceptable.
Lucía aplaudió, satisfecha. Dio la orden a los guardaespaldas de traer dos urnas funerarias.
—¿Qué piensas hacer? —Valeria reconoció en seguida las urnas: eran las de sus padres. Intentó gritar, pero solo salió un gemido ahogado.
—Alejandro, quiero reducir a polvo los restos de los padres de esta mala mujer —dijo Lucía con una sonrisa torcida.
—Está bien —asintió Alejandro.
—¡No, Alejandro! —Valeria lloraba desesperada, forcejeando bajo el agarre de los guardias—. ¡Míralas! ¡Son tus suegros! ¡Tú mismo hiciste esas urnas! ¡Te lo ruego, deténla!
Pero Alejandro no apartó los ojos del rostro de Lucía. No se fijó ni un instante en las urnas.
Valeria sintió cómo la desesperanza la devoraba. Vio las cenizas de sus padres esparcirse en el aire y su corazón se rompió en mil pedazos.
"Alejandro, ¿solo tienes ojos para Lucía?", pensó con el alma hecha trizas.
El dolor la consumió. Se desvaneció entre los brazos de los guardias.
Lucía, indiferente, tomó la otra urna y vació las cenizas al viento.
—Vamos, Alejandro, ya no estoy enojada.
—De acuerdo —contestó Alejandro. La abrazó y salió con ella. Al pasar junto a la inconsciente Valeria, sus pasos se ralentizaron, pero nunca la miró, ni se detuvo.
Cuando Valeria despertó, las cenizas habían desaparecido, apretó contra su pecho el par de urnas vacías, sus lágrimas ya se habían secado.
Regresó a la mansión, tomó los nuevos documentos de identidad y observó por última vez la casa en la que había vivido cinco años. Sonrió con ironía.
Agarró un bate de béisbol y destrozó todo: las piezas de Lego que armaron juntos, el sofá que eligieron en pareja, el televisor que compraron entre los dos.
Con cada golpe sentía el cuerpo desfallecer, pero no paró hasta dejar el salón en ruinas. Entonces rió, una risa rota, amarga.
Tiró el bate y, con un labial, escribió en la pared:
“Alejandro, tú dijiste que quien traiciona un corazón sincero debía morir, ¿lo recuerdas?”
“El mayor error de mi vida fue haberte amado.”
Valeria salió sin mirar atrás, dejando todo entre escombros.