NAHIA
El sol comienza a declinar cuando finalmente salimos, nuestros brazos pesados de bolsas, nuestros pasos más lentos pero nuestros corazones aún ligeros, nuestras risas suspendidas en el aire como burbujas frágiles. El mundo exterior parece apagado, gris, casi sofocante después del brillo de las vitrinas, las luces de los espejos, los aromas de las telas y del cuero nuevo, y sin embargo, guardo en mí esa embriaguez, ese calor que no me abandona, como si cada prenda que he tocado, elegido, poseído hubiera dejado su huella en mi piel.
Un coche negro espera frente a la entrada, de perfil bajo, pero reconocible entre mil, y sé sin que me lo digan que es para mí. Mi aliento se detiene un instante, la realidad regresa, fría e inevitable, como una mano que me agarra del cuello para recordarme dónde está mi lugar. El chófer sale de inmediato, un hombre alto, rígido, impecable en su traje oscuro, y con un gesto preciso abre el maletero antes de inclinarse ligeramente.
Camille me mira, sus