Royce se quedó tirado en el suelo por un buen rato, bajo la luz de la luna que le caía directo en la cara. Incluso así, con todo el dolor encima, seguía viéndose igual de atractivo.
Y no sé por qué, pero me vino a la mente un recuerdo. Uno viejo, de esos que aparecen sin pedir consentimiento:
esa noche, los dos acostados junto al lago, sin decir nada, mirando la luna. La luz entonces era más clara que ahora.
Teníamos los dedos entrelazados y él me miró de lado, con esa sonrisa tan suya, y me dijo:
—Diana, ¿quieres ser mi luna?
En ese momento estaba segura de que me amaba. Pero de ese amor a su indiferencia… solo pasaron cinco años. Su amor fue más corto de lo que imaginé.
Royce abrió y cerró la mano, sin apartar la vista de su palma, como si aún quedara algo ahí.
Seguro también estaba recordando aquel momento.
Luego, sin decir nada, extendió su garra y empezó a raspar la lápida, borrando todo lo que decía.
Quería dejar espacio para grabar algo nuevo: Royce y su compañera, Diana, reposa