Los primeros rayos del alba se filtraban a través de los árboles, proyectando una luz pálida sobre el grupo que caminaba en silencio. La casa encantada ya no se veía detrás de ellos, pero su recuerdo continuaba pesando fuertemente en sus mentes. Cada paso los alejaba más de aquel lugar maldito, aunque una parte de ellos sabía que algunos lazos jamás se rompen del todo.
Lucas lideraba el grupo, con la mirada fija en el horizonte. Sus pensamientos daban vueltas sin cesar: el ritual, los sacrificios, las revelaciones sobre su familia. Había reparado lo que sus antepasados habían dejado atrás, pero la sensación de haber abandonado algo en el fondo del lago seguía persiguiéndolo.
Alice caminaba en silencio a su lado, sus rasgos marcados por el cansancio y la ira. De una determinada manera, no le había perdonado ni a la casa, ni al lago, ni siquiera a Lucas. Pero seguía allí, con pasos pesados pero decididos, negándose a mostrar su debilidad.
—¿Se acabó, entonces? —preguntó, finalmente, con