La noche avanzaba sin clemencia, pero ninguno de los amigos encontraba siquiera un respiro. La casa parecía vibrar con una energía sutil, casi imperceptible, pero opresiva, como si cada rincón escondiera sus propios secretos sombríos. En medio de ese ambiente inquietante, Léa estaba sentada junto a la chimenea, tan serena y relajada que su actitud contrastaba de forma desconcertante con el de los demás, que parecían perdidos y sin saber qué creer ante lo que sucedía.
Alice, incapaz de contener su creciente malestar, se había refugiado en un rincón de la estancia donde podía observar sin ser vista. Sus ojos recorrían detenidamente a Léa, notando pequeños detalles que le inquietaban: la forma en que sus ojos parecían saber siempre hacia dónde mirar, como si pudiera percibir los susurros invisibles que emanaban de la vieja casa; y además, la extraña ausencia de fatiga en ella, algo que contrastaba profundamente con el agotamiento visible en el resto de sus compañeros.
Casi en un susurro,