Luciana no mostraba mejoría alguna.
Era ella la que más sufría.
Todos hablaban de su matrimonio, opinaban sobre su relación y sobre su exesposo, y ella no podía decir nada.
Su esposo le había sido infiel.
Y ella se había divorciado.
La vergüenza era toda de ella.
Catalina respiró profundo, callada.
Solo había pensado en sí misma, sin darse cuenta del dolor que Luciana sentía, que era el más fuerte.
—Luciana...
—Mamá, estoy bien. Ustedes deberían dormir un rato. Ha sido un día largo, y todavía falta para llegar a casa —dijo Luciana.
—Ah, bueno —Catalina no quiso quejarse más.
Se hizo un silencio total.
Con la conciencia inquieta, Catalina miró a su esposo.
Mariano le indicó que no dijera nada más.
Catalina no insistió y no quiso molestar a su hija.
El vehículo llegó al edificio, y Luciana lo detuvo.
Mariano se quedó dentro un momento, esperando que Catalina bajara primero. Luego se acercó a su hija.
—No tomes en serio lo que dijeron.
Luciana sonrió con suavidad.
—Lo sé.
—¡Apúrate, Maria