Nora
Termina su clase con una voz calmada, sin forzar, sin elevar nunca el tono.
Y, sin embargo, se le escucha como se escucharía una sentencia.
Nadie habla.
Incluso los charlatanes de la parte de atrás tienen el bolígrafo suspendido en el aire.
Él tiene ese don.
El de transformar un simple anfiteatro en un teatro de operaciones.
No se sabe si asistimos a una conferencia o a una demostración de fuerza.
Lo observo sin moverme.
No una palabra.
No una sonrisa.
Solo esa línea tensa en su mirada.
Él sabe exactamente lo que hace.
Y justo en el momento en que se espera que nos libere, que concluya como de costumbre, se endereza.
— “Antes de dejarles ir, una última cosa.”
Un escalofrío recorre la sala.
Todos los rostros se levantan.
Él avanza.
Las manos cruzadas en la espalda.
Como un hombre de Estado.
— “Mi empresa, Vanel Consulting, ha estado apoyando durante varios años ciertos programas de excelencia en las universidades públicas. Este semestre, ofreceremos dos becas de estudio.”
Silencio.
Pesado.
Hace una pausa.
— “Están reservadas para los estudiantes más brillantes. No solo por las notas. Por el compromiso. La ambición. La rigurosidad. Los nombres serán seleccionados al final del semestre, según criterios precisos.”
El efecto es inmediato.
Surgen murmullos.
Las miradas cambian.
Los rostros se iluminan con un nuevo destello, el de la ambición repentinamente despertada.
Incluso aquellos que hasta ahora lo veían como “solo un profesor”, un poco rígido, un poco apartado, lo miran de manera diferente ahora.
Él no es solo un profesor.
Es un hombre de poder.
Y en un mundo donde el futuro es incierto, un hombre que puede cambiar el destino de un estudiante, es un rey.
Siento el cambio.
Es sutil pero implacable.
Él acaba de hacer en cinco frases lo que nadie aquí podría hacer:
Ha impuesto el respeto.
No por miedo.
Por la posición.
Por la influencia.
Por lo que puede ofrecer o retirar.
Y yo, allí, en medio de estos cuerpos de repente galvanizados, no me muevo.
Porque entiendo que lo que acaba de hacer... no es solo un anuncio.
Es un recordatorio.
Una demostración silenciosa.
Un mensaje dirigido a mí.
¿Crees que puedes jugar con un hombre?
Juegas con un sistema.
Con una fuerza.
Siento mi estómago contraerse.
No por miedo.
Sino por una extraña excitación, entrelazada con una forma de inquietud que no quiero nombrar.
Él me mira un segundo.
Ni siquiera una mirada directa.
Una ausencia de mirada, aún más aplastante.
Él me desplaza fuera del juego.
Me relegue entre los demás.
Y tal vez, esa sea la cosa más violenta que ha hecho.
Aprieto los dientes.
No anoto nada.
Recojo mis cosas lentamente, mientras los demás ya susurran sobre la beca, sobre “el señor Delaunay”, sobre sus relaciones, sus empresas, sus conferencias en Ginebra o en Bruselas.
Salgo.
Pero en mi cabeza, sigo en la sala.
Porque esta parte no ha terminado.
Y si Hugo cree que me conformaré con mirarlo brillar desde lejos...
Me conoce mal.
Camino rápido.
No porque esté retrasada.
Sino porque necesito respirar.
Porque lo que ocurrió esta mañana me ha dejado... perturbada.
No fue solo un anuncio.
Fue un cambio.
Un territorio que no había visto venir.
Lo creía brillante, sí.
Dominado, misterioso, punzante...
Pero ahí, vi otra cosa.
Un hombre que no se contenta con tener poder.
Lo encarna.
Y sobre todo, sabe exactamente cómo mostrarlo o callarlo.
Me detengo en un pequeño café fuera del campus.
Pido un café con crema, me instalo en una mesa aislada.
Y saco mi teléfono.
Escribo “Hugo Vanel”.
No “profesor Hugo”.
Solo su nombre en bruto.
Y ahí, comienza a aparecer.
Artículos.
Coloquios.
Conferencias internacionales.
Hago clic. Leo.
Desplazo.
Está en todas partes.
Bancos, gobiernos, think tanks, comités de ética, juntas directivas.
Su empresa, Vanel Consulting, ha acompañado reformas económicas en más de diez países.
Algunos hablan de él como un “arquitecto de lo invisible”.
Otros, más raros, como un hombre que es mejor tener de su lado.
¿Y yo le he enviado fotos sugestivas a eso?
Me apoyo contra el respaldo.
Una parte de mí está orgullosa.
La otra... comienza a tomar conciencia de la magnitud del terreno en el que me he comprometido.
Sigo leyendo.
Él habla poco.
Pero cuando habla, se le escucha.
Encuentro una entrevista grabada.
Él está allí, con un traje sobrio, manos cruzadas.
La misma voz.
La misma mirada.
Pero no la del profesor.
La de un estratega.
Un hombre que ve a través de las personas.
Y que decide si merecen saber lo que realmente piensa.
Cierro el video.
Y de repente, siento una duda atravesarme.
¿Me deja jugar...
O me empuja a hacerlo para observar mejor lo que valgo?
Mi teléfono vibra.
Un mensaje de Lila:
“¿Estuviste allí esta mañana? Este tipo no es un profesor, es un maldito mito.”
No respondo.
Sigo allí.
Y pienso en su mirada esta mañana.
Sin ira.
Sin deseo.
Solo una distancia absoluta.
Como si dijera: muéstrame lo que vales, ahora.
Ya no tengo ganas de seducir.
No como antes.
Quiero entender.
Quién es él.
Qué quiere.
Por qué a mí.
Y sobre todo...
Hasta dónde estoy dispuesta a llegar.
Guardo el teléfono.
Bebo un sorbo de café.
Y me hago una promesa silenciosa:
Este juego, ya no quiero solo jugar.
Quiero dominarlo.
Quiero obligarlo a mirarme de verdad.
A temerme, tal vez.
A desearme, pero de otra manera.
No como una provocación.
Como una igual.
Como una amenaza suave, brillante, indomable.
¿Cree que soy un fuego superficial?
Muy bien.
Voy a convertirme en el incendio que no había previsto.