Tome unas sandalias que tenía en esta casa, y un suéter grande para cubrir un poco mi cuerpo antes de salir en busca de un taxi.
Regresé descalza, con la arena pegada al cuerpo, el cabello desordenado y los ojos secos de tanto llorar. Cada paso hacia la casa de Mathias me pesaba como si cargara con piedras en los bolsillos. Había algo en mí que se había roto por dentro. Algo que ya no se podía volver a armar.
Apenas crucé la puerta, el grito de Diana me estremeció como una bofetada.
—¡¿Dónde carajos estabas, Ana?! —gritó con los ojos desorbitados, la voz temblando entre el miedo y la furia—. ¡Llamé a la policía! ¡Pensé que te había secuestrado! ¡Pensé que ese maldito te había hecho algo!
Me quedé muda. El temblor en mis labios me impedía articular una sola palabra. Me quité el suéter que apenas cubría mi cuerpo, sintiéndome más desnuda que nunca.
—Diana… —susurré, pero no pude seguir. Me derrumbé. Así, sin aviso. Las rodillas me fallaron y me dejé caer en el suelo de mármol frío.
Ella