Los golpes desesperados contra la puerta sacudieron la calma artificial de la casa. Fabián llegó como una ráfaga, furioso, con la mandíbula tensa y los ojos desencajados. El padre de Ana fue quien abrió, sin ocultar su enojo.
—¿Qué es lo que acaba de pasar, Fabián? —preguntó con dureza, atravesándolo con la mirada.
Fabián se pasó las manos por el cabello, visiblemente alterado.
—Voy a arreglar todo este maldito asunto. Pero necesito ver a Ana. Por favor —dijo con voz más baja, sin dejar de mirar hacia las escaleras.
—Espero que lo hagas, y pronto —dijo el padre, abriéndole el paso—. Porque mañana mismo nos vamos de regreso a nuestra ciudad. Y te lo advierto: si no aclaras esto hoy, olvídate de volver a verla.
Fabián no esperó más. Subió las escaleras a toda velocidad. El corazón le latía con fuerza. Cuando empujó la puerta, ahí estaba yo, sentada al borde de la cama, aún con los ojos enrojecidos por el llanto, la ropa intacta del desastre y el alma hecha pedazos.
Era como estar atrapa