Entré como si nada.
O al menos eso intenté. Porque por dentro, mi estómago era un nudo y mi orgullo caminaba descalzo sobre vidrios. La rubia espléndida seguía parada a pocos metros, tan segura de sí misma como si el piso le perteneciera. Yo, en cambio, apreté los labios y avancé con la mirada al frente, ignorándola. Me repetí una y otra vez que no tenía nada que probar. Que no tenía por qué sentirme menos. Que yo también… *bueno*, también había estado con él. Pero eso no me servía de consuelo. Y, sin embargo, hubo algo en ella que me hizo fruncir el ceño. Una chispa de reconocimiento. Un recuerdo incompleto. Apenas la vi, sentí que ya la había visto antes, pero no lograba ubicarla. Caminé con ese malestar detrás de la nuca, como cuando algo te persigue y no sabes qué es… Y justo cuando vi a Fabián, la imagen vino como un relámpago: una noche, después de hacer el “amor” en su mansión, porque aunque para él fuera simplemente sexo, para mi era amor, mientras caminaba semidesnuda en busca de mi vestido —el cual siempre terminaba lejos, en algún mueble o alfombra—, pasé por un corredor que conectaba con su estudio. La puerta estaba entreabierta. Y ahí, sobre una estantería, vi una foto algo arrugada pero era ella. Ella. La rubia. Con él. Abrazados. Sonriendo con la naturalidad de quienes comparten más que una cama. Como una pareja. Como una historia. Él apoyaba la mano en su cintura, y ella lo miraba como si supiera perfectamente a quién pertenecía. Recordarlo me dejó helada. ¿Quién era realmente? ¿Qué lugar ocupaba en su vida? ¿Y por qué nunca había dicho nada? Doblé por el pasillo de cristal que conectaba con la sala de juntas y ahí estaba él. Fabián. Apoyado contra el marco de la puerta, su celular en la mano, impecable como siempre, con ese traje azul oscuro que le quedaba como un pecado. Cuando me vio, levantó la vista, pero no hubo nada en su expresión. Nada. Ni una emoción, ni una chispa. Solo su voz firme y seca: —Haz ingresar a Verónica. Es con quien tengo la reunión importante. Verónica. El nombre me cayó como un balde de agua helada. Por supuesto. La reunión “importante” era con ella. Me detuve un segundo, lo justo para fingir que no me afectaba, que no me dolía, que no me había imaginado mil cosas peores que encontrarla justo aquí, en su empresa, en su oficina… *en su agenda*. —Claro —murmuré, casi sin voz. Me di la vuelta para cumplir su orden. Pero al llegar al lobby, sentí que algo dentro de mí se quebraba. No quería ser la sombra de esta historia. No quería ser la que lleva café y cierra la puerta. Quería… quedarme. Saber qué era lo “importante”. Saber por qué ella estaba ahí. Saber si había algo más que yo no sabía. Volví con pasos firmes, sosteniendo la bandeja con dos tazas de café caliente, y con el corazón ardiendo en silencio. —Les dejaré café. Puedo quedarme a tomar nota si desean, señor Ariztizábal —dije, mirándolo directo, sosteniendo la compostura como si de verdad me creyera una asistente eficiente y no una mujer al borde del colapso. Él se giró hacia mí con frialdad contenida. Su mandíbula se tensó. —No. Sal —ordenó sin mirarme—. Déjanos el café y cierra la puerta. Ahí fue cuando ella habló. Verónica. Increíble. Majestuosa. Perfectamente consciente del efecto que causaba. Su cabello brillaba como si le hubieran puesto luces, y su voz tenía esa dulzura envenenada que solo ciertas mujeres saben usar con maestría. —Gracias, Ana, ¿cierto? —me dijo con una sonrisa elegante—. Pero prefiero estar a solas con Fabián. Seguro entiendes… No respondí. No confiaba en mi voz. Solo asentí levemente y di media vuelta. Salí de ahí con el corazón tambaleando en mi pecho. Cerré la puerta con cuidado, como si un movimiento en falso pudiera hacerme estallar en mil pedazos. Y ahí estaba yo otra vez: la asistente que lleva café. La que entra, pero nunca se queda. La que ama, pero no es amada. La que observa... desde afuera.