La mañana siguiente amaneció fría, pero dentro de la sala de juntas la tensión era un horno. Sofía no había dormido; la noche se la había pasado organizando piezas, llamando a abogados y trazando una lista de prioridades que parecía interminable. Afuera, la ciudad avanzaba como si nada; adentro, su mundo estaba en llamas.
Raúl permanecía de pie frente a la mesa, con la mirada clavada en los documentos que ella le había entregado. No era un hombre dramático, pero el temblor en su voz al hablar del patrón de transferencias dejó claro que la situación era grave.
—Han usado empresas pantalla —dijo—. Las trazas fiscales llevan a intermediarios que, a su vez, apuntan a cuentas vinculadas con varias de las inversiones que Max ha hecho recientemente. No es algo improvisado: esto se planeó con tiempo.
Sofía cerró los ojos un segundo, como si quisiera que el polvo del asombro dejara de arder. Cuando los abrió, su expresión era una máscara de cuarzo.
—Poner candado inmediato a las cuentas vulner