La tarde había caído con una pesadez incómoda, casi opresiva. La ciudad seguía vibrando a su ritmo constante, pero para Sofía, el tiempo parecía haberse detenido. Estaba sentada frente a su escritorio, las manos rodeando una taza de café que hacía rato se había enfriado. No era el café lo que la mantenía despierta, sino el torbellino de pensamientos que giraban en su mente desde la conversación con Max.
El silencio en su oficina era absoluto. Solo se oía el tictac del reloj y el eco lejano del tráfico. Sofía miraba los documentos apilados frente a ella, pero las letras se desdibujaban. Era inútil. Su mente estaba en otro lugar.
A lo largo de los años había construido un muro impenetrable alrededor de su corazón. Había enterrado su vulnerabilidad bajo capas de fortaleza, disciplina y éxito. La venganza, el poder y la independencia se habían convertido en sus aliados. Se había prometido a sí misma que jamás volvería a ser la chica ingenua que una vez creyó en promesas vacías y sonrisas