Por un segundo, mi mente se quedó en blanco. No sabía qué hacer ni a dónde mirar.
Cuando por fin reaccioné, aparté a Fernando con torpeza y me agaché rápidamente a recoger mi ropa del suelo. Me vestí lo más rápido que pude.
—Ofelia, espera —dijo él con una sonrisa socarrona, apoyando la barbilla en una mano.
—¿De verdad creíste que éramos novios?
La palabra “amantes” resonaba una y otra vez en mi cabeza. Mis dedos temblaban, incapaces de abrochar el sostén.
Fernando se bajó de la cama. Su torso desnudo, fuerte y perfecto, se inclinó hacia mí. Con una tranquilidad cruel, él mismo se encargó de cerrarlo por mí, como si no supiera lo que eso provocaba en mí.
Mi loba interior aullaba de dolor.
Ese tipo de intimidad era justo lo que más me desgarraba por dentro.
Bajé la mirada y solté una sonrisa amarga.
—¿Quién es tu prometida?
—¿Fue tu padre Alfa, quien eligió al azar una chica casadera para ti?
Aún tenía en la piel los rastros de sus besos, y las piernas me dolían. Fernando solo se había puesto unos jeans y, sin más, me abrazó por detrás, apoyando su cabeza en mi hombro.
—Es Lucía.
Sus ojos verdes, intensos, se entrecerraron apenas mientras explicaba:
—¿Te acuerdas? La chica especial de la universidad, la misteriosa. La que muchos adoraban en silencio. Ella.
—Y no te voy a mentir... Saber que voy a verla me pone nervioso.
Me quedé congelada, el cepillo detenido a medio camino en mi cabello. Claro que recordaba a Lucía.
Fernando estuvo enamorado de ella. Nunca lo dijo, pero lo sabía. Antes de poder confesarle algo, ella se había ido a estudiar a un instituto en la zona neutral.
Yo creí que ya la había olvidado…
Fernando me miraba. Se mordió ligeramente el labio antes de hablar:
—Ofelia, no vayas a salir con que sentís algo raro por mí, ¿ok? Nos criamos juntos, y sí, eres preciosa y muy sexy, pero yo siempre te he visto como a mi mejor amiga.
—Nadie se entiende conmigo en la cama como tú. Eres la mejor amante que he tenido.
Sentí como si un rayo me partiera el cuerpo en dos.
Me quedé inmóvil, petrificada.
Aun así, le devolví una sonrisa fingida, como si todo fuera parte del juego, como si la idea del matrimonio realmente no me afectara.
Él continuó hablando, con esa facilidad hiriente que tenía:
—Además, ya hasta puedo adivinar el color de tu ropa interior. No hay reto.
—A veces me despierto en la madrugada, te veo a mi lado y me da miedo.
—Miedo de que mi papá me obligue a casarme contigo. ¿Puedes imaginarlo? ¿Pasar mi vida así? ¡Me muero del aburrimiento!
Sacudió la cabeza con fuerza, como si necesitara liberarse de una pesadilla.
Yo fijé la mirada en el suelo, parpadeando rápidamente.
No llores. No ahora. No aquí. Y mucho menos delante de él.
Tragué todo: rabia, vergüenza, tristeza. Me obligué a mantener la voz firme.
—Tengo cosas que hacer. Me voy.
Y así, huí como una cobarde.
Siempre creí que lo nuestro era amor.
Después de todo, hacíamos todo lo que hacen las parejas:
Comíamos juntos, viajábamos, celebrábamos cada fecha importante.
Fernando me besaba con pasión frente a nuestros amigos.
Venía a buscarme bajo la lluvia para llevarme al trabajo.
Y durante las cenas familiares, bajo la mesa, él me tomaba la mano con ternura.
Pero ahora lo entiendo: lo que yo pensaba que era amor, para Fernando no fue más que una manera de matar el aburrimiento.
—¿Ofelia? —La voz de mamá me sacó de mi mundo. Tocaba la ventana del coche, preocupada.
Volví en mí.
Sentí el rostro mojado. Me limpié como pude antes de salir del auto.
—¡Mamá! —La abracé enseguida para que no notara mis ojos hinchados—. Te extrañé.
Ella me acarició la espalda con dulzura, aliviada.
—¿Qué haces aquí sola? Me asustaste…
No respondí.
Entonces, como recordando algo, me dijo:
—Ah, por cierto… La prometida de Fernando ya casi llega. El Alfa y la Luna están muy ilusionados. Fernando se preparó con mucho esmero… Dijo que le preocupaba que ella se sintiera fuera de lugar, y que si tú estabas, tal vez le fuera más fácil abrirse y hablar.
Su mirada titubeó. Se notaba que estaba incómoda con lo que decía.
Asentí suavemente, obligándome a sonar alegre.
—No te preocupes, mamá. Voy a hacerla sentir como en casa. ¿A poco no confías en mi labia?
Mamá suspiró, con ternura. Me acarició el cabello, y en su gesto noté la tristeza.
Ella siempre supo lo que yo sentía por Fernando.
Después de todo, tenía nuestra foto junto a mi cama.
Guardaba cada detalle que él me regaló, sin permitir que nadie lo tocara.
Y aún tenía esa caja llena de cartas que nunca me atreví a entregarle.
Mis sentimientos nunca fueron un secreto.
Mientras caminábamos juntas hacia la casa, le tomé la mano a mamá y, de pronto, dije:
—El mes que viene papá deja el cargo Beta. ¿Y si nos vamos a vivir a otro lado?
Ella me miró sorprendida. Yo le sonreí, halándole la mano como si fuera una niña.
—Ustedes nunca salieron del Territorio M, ¿verdad? Sé que siempre soñaron con mudarse a un lugar más cálido. Ahora que tienen tiempo, podríamos buscar un sitio bonito los tres juntos.
—Para mí, con tal de estar con ustedes, cualquier lugar está bien.