Siete días

—¿Está diciendo que… cree que soy yo?

La pregunta quedó suspendida entre ambos, pesada, dolorosa, imposible de ignorar.

Arthur no respondió enseguida.

No podía.

Sofía sintió que él la observaba como si cada gesto suyo fuera una pista, un fragmento olvidado de un rompecabezas demasiado antiguo.

La mirada de Arthur se detuvo en la pequeña marca de su ceja.

La misma que Sofía nunca supo cómo se hizo realmente.

La misma que los Becker jamás explicaron.

Finalmente, Arthur inhaló profundamente.

—No puedo afirmarlo —dijo, y su voz estaba levemente rota—. Pero tampoco puedo descartarlo.

Sofía sintió un vértigo extraño.

—Entonces… ¿por qué me lo dices?

—Porque ya no puedo cargar solo con esta duda —respondió Arthur—. Porque si tú no eres… —cerró los ojos un instante— si no eres mi hija, entonces llevo veinte años persiguiendo sombras.

Y si sí lo eres…

Abrió los ojos.

—…entonces has vivido una vida que jamás debiste vivir.

Las piernas de Sofía temblaron.

—Yo… yo no recuerdo nada.

—A esa edad nadie recuerda —dijo Arthur suavemente—. No busco memoria. Busco señales.

Sofía se llevó una mano al pecho, intentando estabilizar su respiración.

—¿Qué señales?

Arthur dio un paso más cerca.

Los guardias se tensaron, pero él no se inmutó.

—Necesito una prueba —dijo—. Una sola.

Algo que me diga si debo seguir buscando… o si te he encontrado por fin.

Sofía abrió la boca para responder, pero—

—¡Sofía!

La voz retumbó en toda la entrada.

Sofía giró bruscamente.

Eduard estaba en lo alto de la escalera.

Con la camisa aún arrugada, el cabello revuelto…

Y una furia silenciosa en los ojos que la hizo sentir un escalofrío inmediato.

Sus ojos pasaron de Sofía… a Arthur… y volvieron a ella.

La tensión se volvió casi insoportable.

Eduard bajó las escaleras despacio, cada paso controlado.

Demasiado controlado.

Cuando llegó frente a ellos, hablaba con los dientes casi apretados:

—Aléjate de ella.

Arthur no retrocedió ni un milímetro.

—Cuando termine mi conversación con Sofía, lo haré.

Eduard soltó una risa fría.

—No vas a terminar nada.

No aquí.

No con ella.

Y no mientras yo esté delante.

Los guardias se miraron entre sí, sin saber si intervenir.

Arthur volvió su atención a Sofía, ignorando a Eduard por completo.

—No estoy aquí para hacerte daño. Y tú lo sabes.

Sofía tragó saliva.

No sabía qué sabía.

Ni qué creer.

Ni qué sentir.

Eduard endureció la voz:

—Ella no necesita nada de ti.

—Lo que ella necesite —replicó Arthur sin alterarse— lo decidirá ella. No tú.

Eduard dio un paso más, como si fuera a romper algo.

—No vuelvas a acercarte.

Arthur respiró hondo, cansado.

—Siete días.

Eso dice el mensaje que te envié.

La sangre de Sofía se congeló.

—¿Qué… pasa en siete días? —preguntó ella.

Arthur sostuvo su mirada.

—En siete días tendré la prueba definitiva.

Sofía sintió el mundo contraerse.

Eduard también lo sintió.

—Ni lo sueñes —gruñó Eduard, sujetando a Sofía por el brazo, firme pero sin hacerle daño—. No vas a volver a verla.

Arthur habló por última vez antes de girarse hacia la puerta:

—No puedes detener algo que empezó antes de que ninguno de nosotros supiera su nombre.

Y se marchó.

La puerta principal se cerró con un golpe pesado, casi final.

▌ Sofía se quedó completamente inmóvil.

Eduard también.

Hasta que él pareció despertar de golpe.

—Ven —dijo, sin aceptar un no por respuesta.

Ella apenas consiguió mover las piernas mientras él la guiaba por el pasillo.

No habló.

No respiró fuerte.

Solo caminó.

Cuando llegaron a su habitación, Eduard cerró la puerta tras ellos.

No gritó.

No perdió el control.

Y eso lo hacía más aterrador.

—A partir de ahora —dijo con una calma peligrosa— no vas a ver a ese hombre.

Sofía lo miró, confundida, herida, agotada.

—Eduard… no sé si él dice la verdad.

—No importa —respondió él, acercándose—. Lo que importa es que no vas a acercarte a Robinson. Bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido?

—Pero si él realmente sabe algo sobre mí—

—No —la interrumpió con voz baja—. No.

No voy a permitir que juegue contigo.

Ni con tu mente.

Ni con tu pasado.

—¿Y si no está jugando? —susurró ella.

Eduard apretó la mandíbula.

—No importa. No lo sabrás ahora.

Sofía lo miró, sintiendo un nudo en la garganta.

—¿Hasta cuándo?

Eduard sostuvo su mirada.

Ella vio algo en él que no esperaba:

miedo.

—Hasta que sea seguro —dijo él finalmente.

—¿Seguro para quién? —preguntó ella.

Eduard no contestó.

Solo bajó la mirada un segundo.

Entonces, alzó la mano y rozó el hombro de Sofía con un gesto contradictoriamente suave.

—Quédate aquí —ordenó—. Descansa.

Yo me ocuparé de que Robinson no vuelva a entrar en esta casa.

Sofía no sabía si eso le daba calma…

o si la hundía más en la incertidumbre.

Eduard giró para marcharse.

Pero antes de abrir la puerta, habló sin mirarla:

—No te preocupes. Robinson no volverá a acercarse a ti.

La puerta se cerró.

Sofía se quedó sola.

Con un corazón desbocado.

Un rompecabezas incompleto.

Y una pregunta que la perseguiría toda la noche…

¿Y si sí era ella?

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