No quiero perderte

El silencio en la habitación era tan espeso que Sofía casi podía tocarlo.

Seguía mirando la puerta por la que Eduard había salido segundos antes.

Sus palabras resonaban como golpes suaves, constantes:

“No voy a permitir que juegue contigo…

No vas a acercarte a él…

Robinson no volverá a entrar en esta casa.”

Sofía apretó los puños.

No sabía qué dolía más:

La posibilidad de que Arthur Robinson dijera la verdad…

…o el hecho de que Eduard no le permitiera averiguarla.

Se dejó caer en el borde de la cama.

Eso era lo más duro:

No estaba segura de si Eduard quería protegerla…

…o protegerse a sí mismo.

El picaporte giró de golpe.

Sofía se tensó.

Eduard entró otra vez.

Cerró la puerta detrás de sí.

No parecía calmado.

Pero tampoco furioso.

Parecía… roto.

—No puedo dejarte sola —dijo, sin rodeos.

Ella frunció el ceño.

—Eduard, no me va a pasar nada… estoy en tu casa.

Él negó con la cabeza.

—No entiendes. —Se pasó una mano por el cabello—. Ese hombre… Robinson… él es peligroso. Y tú… tú no ves lo que yo veo.

—¿Y qué ves?

Eduard la miró por un segundo.

Justo ese segundo bastó para que algo se quebrara en el aire.

Su voz se suavizó.

—Te veo a ti —murmuró.

Sofía sintió el corazón tropezar en su pecho.

Él respiró hondo, como si quisiera decir algo más…

pero no se atreviera.

—Voy a quedarme un momento —dijo, caminando hacia la ventana—. Necesito asegurarme de que no vuelva.

—¿Él? ¿O cualquier hombre? —preguntó ella.

Eduard se volvió con una mirada punzante.

—No me provoques, Sofía.

Ella tragó saliva.

—Quiero saber quién soy —susurró—. Si Robinson tiene esa respuesta, necesito escucharla.

Eduard se acercó un paso.

Después otro.

Hasta quedar frente a ella.

—No necesitas a Robinson para nada —dijo, con más dolor del que admitía—. Yo… yo puedo ayudarte.

—¿Cómo? —preguntó ella.

Eduard abrió la boca… pero la cerró sin decir nada.

Porque no tenía una respuesta.

O porque no quería darla.

La puerta volvió a sonar.

Esta vez era Lucas.

—Señor Wood… su madre desea hablar con usted. Con urgencia.

Eduard apretó los dientes.

—Voy en un minuto.

Lucas se fue.

Eduard la miró otra vez.

—Quédate aquí. No salgas. No abras la puerta a nadie. ¿Entendido?

Sofía respiró hondo.

—Eduard, no soy una prisionera.

Él dio un paso más cerca.

Lo suficiente para que ella sintiera el calor de su cuerpo.

—No eres una prisionera —susurró—. Eres algo… que no puedo perder.

Sofía parpadeó.

—¿Perder?

Eduard tragó saliva.

—Si Arthur Robinson vuelve a tocarte, lo mato —dijo sin subir la voz—. Te lo juro.

Sofía sintió un escalofrío.

No de miedo.

De otra cosa.

—Eduard…

Él negó con la cabeza, retrocediendo un poco.

—No hables. No ahora. —Respiró hondo—. Solo prométeme que no abrirás esa puerta.

Ella dudó.

Y él lo vio.

—Promételo —repitió, más suave.

Sofía asintió.

Eduard se acercó entonces, muy despacio, y levantó la mano.

Por un instante, ella creyó que le tocaría la mejilla.

Pero se detuvo a un centímetro de su piel.

—Cenicienta… —murmuró sin querer—. No me hagas esto.

Sofía se congeló.

—¿Qué…?

Eduard cerró los ojos un segundo, maldiciéndose en silencio.

—Nada —dijo, recuperando la dureza—. No importa. Olvídalo.

Y se marchó.

La puerta se cerró.

Pero la palabra quedó temblando en el aire como un secreto recién nacido:

Cenicienta.

Sofía se quedó pensando.

-¿Me acaba de llamar Cenicienta?- arqueó una ceja- Ya lo que faltaba, que empiece a burlarse de mí por cómo me tratan los Becker y Natalia…

HORAS DESPUÉS — EL PASILLO PRINCIPAL

Eduard caminaba hacia el despacho de su madre con la mandíbula apretada.

Todo su cuerpo estaba tenso.

Como si cada músculo contuviera algo que no debía estallar.

Isabel lo esperaba sentada, como una reina antigua juzgando a un príncipe problemático.

—¿Puedes explicarme por qué Arthur Robinson estuvo en mi casa? —preguntó en seco.

—Yo también quisiera saberlo —respondió Eduard, sin ganas de jugar a los modales.

Isabel entrecerró los ojos.

—Ese hombre huele a tragedia. Si se acerca otra vez a esa niña, tú serás el responsable.

Eduard se detuvo.

—Sofía no es “esa niña”.

—Claro que lo es —replicó Isabel—. Y si no tienes cuidado, va a destruir esta familia sin siquiera intentarlo.

Eduard sintió un golpe en el pecho.

—Sofía no nos hará daño.

—No directamente —Isabel apoyó las manos sobre la mesa—. Pero Robinson sí. Y tú… —lo miró fijamente— tú estás demasiado cerca de ella para pensar con claridad.

Eduard giró el rostro, incómodo.

Isabel sonrió apenas.

—Lo que sea que estés sintiendo por esa chica, elimínalo —dijo con voz helada—. O te va a arruinar.

Eduard apretó los dientes.

—No siento nada.

—Exacto —respondió su madre—. Manténlo así.

Eduard cerró el puño.

Y por primera vez… no estuvo seguro de poder hacerlo.

LA HABITACIÓN DE SOFÍA — MISMA NOCHE

Sofía no había salido de la cama.

Había pasado horas mirando la foto que Arthur deslizó bajo la puerta horas antes:

Una niña pequeña.

Dos años.

Mismo mechón rebelde.

Misma marca en la ceja.

Misma mirada.

Ella cerró los ojos.

No sabía si quería llorar…

o gritar…

o huir.

Un golpecito suave la hizo abrirlos.

—Sofía… ¿estás despierta?

La voz no era la de Eduard.

Ni la de Isabel.

Ni la de Natalia.

Era una voz que no esperaba.

Una voz que no debía estar ahí.

Sofía se levantó con cuidado.

Se acercó a la puerta.

—¿Quién es?

La respuesta la congeló.

—Soy yo, Sebastián Miller, ¡ábreme antes de que me vea alguien!

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