Ilse la apuntó con el dedo índice, con una expresión tan dura que parecía hecha de piedra.
Su voz, fría y cargada de desprecio, resonó por todo el vestíbulo como un golpe seco:
—Ilse, entiéndelo de una maldita vez; ¡No eres digna de mi hijo! Recuérdalo, muchacha.
Sus ojos brillaban con una furia contenida, pero también con un orgullo que se negaba a morir.
Durante años había creído tener el control absoluto sobre la vida de sus hijos, especialmente la de Martín.
Pero frente a ella, Victoria no se encogió ni tembló. Ya no.
Victoria respiró hondo. Estaba cansada —no solo del miedo o del dolor— sino de que la trataran como si no valiera nada.
Dio un paso hacia Ilse, con la mirada encendida por una rabia justa, esa que nace del amor y la dignidad.
—Eso no lo decides tú —respondió con voz firme—. Soy digna de Martín por una sola razón: lo amo. Y tú, Ilse, no eres digna ni siquiera de ser su madre, porque eres egoísta y cruel.
El silencio que siguió fue tan pesado que parecía que las paredes