Cuando Victoria abrió los ojos, lo primero que sintió fue un temblor incontrolable recorriéndole el cuerpo.
El aire olía a humedad, a encierro.
La luz era escasa, provenía de una bombilla que colgaba del techo, parpadeando como si también tuviera miedo.
No entendía dónde estaba ni cómo había llegado ahí.
Intentó moverse, pero sus muñecas estaban atadas con una cuerda áspera que le había dejado marcas rojas. Un leve gemido escapó de sus labios. El corazón le latía tan fuerte que podía escucharlo, rebotar en sus oídos.
Frente a ella, dos hombres la observaban en silencio. Uno revisaba su teléfono; el otro fumaba con aire impaciente.
Victoria los miró con terror, tratando de reconocer alguna pista que le dijera quiénes eran o qué querían de ella. El sonido del teléfono cortó el silencio.
—Ya está aquí —dijo uno de ellos.
Segundos después, se escuchó el rugido de un motor afuera.
Las puertas metálicas de la bodega se abrieron con estrépito, y una figura femenina entró decidida, con paso r