—Tranquilos… —la ginecóloga habló con voz suave, intentando transmitir calma—. Por ahora, Maryam debe cuidarse mucho. Nada de esfuerzos, nada de estrés. Necesita alimentarse bien y guardar reposo. Vamos a esperar, observaremos la evolución del bebé más pequeño, y haremos todo lo posible para que ambos continúen desarrollándose.
Maryam asintió lentamente mientras se secaba las lágrimas con el dorso de la mano. Su respiración temblaba y su mirada, llena de miedo, permanecía fija en la pantalla apagada del ultrasonido, como si quisiera aferrarse a la imagen de sus hijos.
—Mis hijos van a vivir… —susurró con una convicción que le nació del alma—. Ambos nacerán sanos y salvos. No aceptaré otro destino.
La ginecóloga sostuvo su mirada y le respondió con un gesto firme.
—Confiemos, Maryam. Tienes que ser fuerte, muy fuerte. La medicina hace su parte, pero la fortaleza de una madre también cuenta. No bajes la guardia.
Hernando estaba ahí, firme como una roca, aunque por dentro se sentía quebra